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La pregunta que versaba en el templo de Delfos, “Conócete a ti mismo” ha recorrido todo el pensamiento, cuanto menos occidental, en torno a los grandes interrogantes del ser humano. Implica más allá de lo empírico, la aspiración humana de penetrar en el misterio de sí mismo, como nos decía San Agustín: el hombre se descubre como un misterio para sí mismo, un enigma.La propuesta socrática, impulsor del precepto délfico, desde el diálogo con Alcibíades, nos dirá Platón, que es la de conocerse uno a sí mismo, mirando dentro de sí, y es ahí donde reside la sabiduría y que constituye el fondo divino que la hace mejor, pues solamente viéndonos en esta parte divina se puede conocer la verdad. Así el hombre cara a cara con lo divino que está en nuestra alma, puede conocer la verdad.Sin embargo la filosofía, especialmente desde Descarte y Kant ha permanecido cerrada en el solipsismo gnoseológico de sus premisas racionalistas, sin lograr superar el límite del subjetivismo y de la autorreferencia del yo, cayendo en la contradictoria postura de un yo-sujeto que para conocerse se reduce él mismo a un ello-objeto, perdiendo así la peculiaridad de su subjetividad y muy especialmente, la apertura a la trascendencia. La consecuencia es el pensamiento autorreferencial que queda incapacitado para captar la alteridad divina.