“Carisma” es una palabra con significados varios, algunos abstractos, otros tan concretos como comerciales, y en ocasiones sometidos a la interpretación personal. El primer uso del término ocurre en Grecia, donde la acepción más frecuente es “regalo de los dioses”. Posteriormente, la primera iglesia cristiana lo adopta como referido a los dones que tiene cada persona, y que unen a los miembros de la iglesia en una comunidad. A partir del siglo II, el término cae en desuso, hasta que a finales del siglo XIX lo rescata Ernest Sohm, el teólogo y jurista alemán, para identificar la fuerza del espíritu en aquella primera iglesia. Max Weber, a principios del siglo XX, se desvía de la acepción religiosa y lo adopta para describir una de las tres formas de dominación, la carismática, que convive con la dominación tradicional y la dominación racional. Tras Max Weber, a partir de los años 70 son los autores sobre el liderazgo político y empresarial los que transforman de nuevo el término y lo adaptan para referirse al liderazgo “transformacional”, por oposición al liderazgo meramente transaccional. Con la aplicación al campo del liderazgo, el término se populariza y describe la capacidad de atraer que puede tener alguien atractivo, que podríamos identificar como “magnético”. Los autores sobre el liderazgo carismático, en su estudio de los atributos y las conductas que definen al líder carismático, proponen como la característica más definitoria del líder carismático su capacidad de comunicar. Sin embargo, estos mismos autores no profundizan en la descripción de lo que es la comunicación carismática. Este campo queda así abierto a la interpretación de algunos referentes básicos, como el uso de metáforas y otros recursos retóricos, y un lenguaje gestual y paralingüístico “carismático”. En definitiva, un componente impreciso de un concepto impreciso.