La matriz mental de la que habla el psicólogo Carl Jung en la que se fusionan los fenómenos ancestrales basados en el nivel colectivo de las culturas y sociedades forma una concepción llamada Arquetipos. Conceptualizar algo que no somos, para vender una imagen a los electores es lo que persigue un branding político. Esto basado en la teoría de los arquetipos  de Jung, representan respuesta a lo que demanda la contemporaneidad y su afán de consumismo. Hoy en día se concibe a los seres políticos como  la construcción de un producto que, a través de estrategias deliberadas de persuasión, tienen como meta conseguir voto de los electores. Como bien lo estipula Antonio Damasio en su libro “El error de descartes”, las emociones gobiernan la toma de decisiones, haciendo que la racionalidad sea mediada por estas. Bajo esa premisa, la creación de un arquetipo que se vea reflejada en un candidato presidencial es de gran importancia, pues no solo intenta persuadir a sus votantes para que lo elijan sino también para que lo idealicen como el personaje omnipotente que controlará el futuro de una nación. Tendencias políticas de izquierda o derecha en la mayoría de casos no son una condicionante para construir un arquetipo. El bufón, el creador, el héroe, el rebelde pasan a formar parte del instrumento maquiavélico para crear un “ser” con un afán único de implantar motivaciones inconscientes en los votantes. En el Ecuador, la campaña presidencial del 2017 ha carecido de la creación de postulantes basados en arquetipos sólidos, creando fenómenos contrapuestos en los electores e incrementando la indecisión de voto. Esto, sin duda, no ocurrió con Rafael Correa en 2007, que independiente a su línea política, su imagen se basa en una construcción de arquetipos bien proyectada, logrando que la mayoría de la población sea afín al candidato antes de cuestionarlo. He ahí la popularidad.