En el ámbito educativo, es de todos conocido que la metacognición es el pensamiento que tiene un significativo y positivo impacto sobre la cognición. Ya en 1984 Sternberg incorporó el concepto de metacognición en su definición de inteligencia, y autores como Darley, Glucksberg y Kinchla (2008) afirman que la capacidad metacognitiva es crucial en el aprendizaje y el éxito en educación. En general, muchos autores argumentan que, en comparación con los malos aprendices, los aprendices exitosos se caracterizan por poseer un repertorio más amplio de estrategias (Welch y West, 2005), son más flexibles en sus enfoques y acercamientos a los problemas, poseen una base de cenocimiento más grande en lo concerniente a la utilización de estrategias apropiadas en función de las circunstancias (Bandura, 1997), aprecian en mayor medida la relación existente entre el esfuerzo y el rendimiento, realizan un estratégico auto-control, y regulan el uso de estrategias con el fin de asegurarse de que las actividades se van realizando según una secuencia apropiada. En suma, la metacognición supone un importante componente de lo que es considerado un comportamiento inteligente (Sternberg y Davidson, 2005; Sternberg, 1998). Además, los comportamientos metacognitivos pueden adquirirse y aprenderse (Bibeau, 2017), de manera que, una vez adquiridos, se mejora el rendimiento académico e intelectual, existiendo evidencias empíricas que apoyan esta relación. Si esto es así como señala la literatura, profundizar en la investigación teórica de la relación entre metacognición y desarrollo educativo podrá proporcionar implicaciones importantes a los docentes, así como mejorar en la comprensión del porqué es necesario incidir en el desarrollo metacognitivo desde los niños desde las primeras etapas de la escolaridad.