La imagen que recordamos de la escuela está determinada por las experiencias que recordamos de ella, nuestras clases, nuestras amistades, las dificultades experimentadas y los grandes éxitos que tuvimos, pero en ocasiones, también están presentes en nuestras memorias, situaciones que nos lastimaron, que nos discriminaron, que nos excluyeron y que recordamos con profundo dolor. Esto debido a una dinámica de relaciones interpersonales basada en la violencia, que con el paso del tiempo se normalizo y se encargó de hacer burla de aspectos físicos, de aprendizaje, sociales, económicos y demás aspectos que configuran a nuestras personas con la finalidad de hacernos sentir mal, evidenciando una profunda falta de respeto hacia el otro, tal y como se observa en nuestras sociedades actuales, entre vecinos, entre comunidades y entre países, una falta de fraternidad y solidaridad que se aprende desde la infancia al observar cómo interactúan los adultos, situación reflejada en nuestra sociedad mundial y la poca empatía que existe por el sufrimiento de los demás. En este sentido, el decálogo de convivencia es un ejercicio de autonomía, que busca dar voz a las necesidades de los y las estudiantes mediante la expresión de aquellas situaciones que consideran deben mejorarse en su dinámica escolar, con la finalidad de generar un ambiente sano y pacífico en el aula, que permita un desarrollo óptimo y un aprendizaje respecto a la necesidad de respetar la dignidad de todos y todas. La presente experiencia narra las acciones llevadas a cabo en una preparatoria del Estado de México, México, situada en un contexto de violencia, en donde los estudiantes construyeron acuerdos de convivencia para mejorar su experiencia escolar como compañeros de clase, y desarrollar identidad y pertenencia a su escuela, buscando generar alternativas para no reproducir la violencia existente en la sociedad al interior de su escuela.