El fenómeno identitario comienza desde la infancia, es posible a través de la introyección, identificación como procesos que viabilizarán la identidad. Piera Aulagnier señala que los padres son los portadores del discurso social que es fundador del contrato narcisista y es fuente de certezas de origen y su posible idealización. Esta característica de ofrecer una zona de verdad absoluta  le permite al Yo (Je) apropiarse de una parte de este discurso y encontrar una  certeza que va más allá de lo que cada sujeto singular le proporciona, permitiéndole al sujeto ser reconocido en su verdad, conformando su identidad en y  por el grupo social. En esta época caracterizada por la llamada Posverdad, se priorizan las creencias y emociones por encima de los hechos, de una posible verdad y se asocia con una alienación de la verdad sobre sí, de la identidad básica para pasar a un nomadismo identitario, donde lo importante no es ser sino parecer. Se busca ser adecuado en cada interacción por encima de ser auténtico, en una escenificación social continua. Estos padres portadores del discurso social ofrecen a sus hijos una referencia cambiante, inestable que tiene una identidad basada en la posverdad, en lo coyuntural. Los hijos son desposeídos de una cabal alteridad, no son reconocidos como valiosos en su diferencia y en su libertad. Se les asigna una función de público que presencia la escenificación, la impostura. A los niños se les dificulta, así, el establecimiento de un vínculo donde dos seres se juegan, se modulan y convocan profundamente. Los juegos de poder de la Posverdad los sitúan como objetos de control, de manipulación, en un juego de máscaras que ocultan un vacío.