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Durante la cuarentena extendida
globalmente durante los primeros meses de pandemia de Covid-19, buena parte de
países occidentales se vieron obligados a medidas restrictivas de reunión y
movimiento. Bajo esta situación de alerta sanitaria, los ciudadanos se vieron
privados de la libertad de disponer del espacio público, transitarlo y
concebirlo para su ser en sociedad. De esta manera, se vio comprometida una de
las prerrogativas esenciales para la conformación de la propia identidad: el
contacto y encuentro con el Otro en el ámbito de la colectividad. Esta negación
del espacio físico conllevará una virtualización de la espacialidad. La
comunicación virtual conlleva una necesaria desaparición física: lo virtual
implica la desaparición del espacio corporal, territorial y mundial (Sánchez,
2010: 238). En esta desaparición, el ciberespacio cobrará un papel protagónico,
entendido en el sentido más tradicional de Gibson como “un lugar sin lugar y
sin tiempo (tiempo real), donde la tecnología interviene creando otros espacios
de acción (Sánchez, 2010: 238).
En este trabajo nos
aproximamos a algunas formas de espacialidad digital que, por su pertenencia al
ámbito de lo virtual, abrieron y permitieron interacciones al margen de los impedimentos de la crisis sanitaria. En
primer lugar, es necesario abordar la noción de espacio, y su relación con los
procesos de socialización y presentación de la identidad. Autores como Foucault
(2000: 175) han defendido el espacio como uno de los temas centrales de la
contemporaneidad: “estamos en la época de lo simultáneo, estamos en la época
de la yuxtaposición, en la época de lo próximo y lo lejano, de lo uno al lado
de lo otro, de lo disperso”. Para este autor, el espacio occidental tiene
una historia entrelazada desde sus inicios con el tiempo, y sigue aún por
desacralizar: “nuestra vida está controlada aún por un cierto número de
oposiciones que no se pueden modificar, contra las cuales la institución y la
práctica aún no se han atrevido a rozar: oposiciones que admitimos como dadas:
por ejemplo, entre el espacio privado y el espacio público” (Foucault, 2000: 177). Por otra
parte, Heidegger (2015: 33) se referirá al espacio como “algo que se deja
libre dentro de un límite”.
La omnipresencia
tecnológica ha propiciado una suerte de dislocación espacial que ha llevado a
un cuestionamiento de la noción tradicional del espacio mismo. El espacio de
nuestra experiencia es hoy capaz de comprenderse en una sucesión binaria de
unos y ceros y el ordenador, en palabras de Turkle (1995), “provoca la
renegociación de nuestras fronteras”. Aunque la virtualización de esta
experiencia ha sido asociada por algunos teóricos escépticos con la irrealidad (Llorca
y Cano, 2015: 225), lo cierto es que cualquier noción de espacio puede ser
rastreada como una construcción cultural y, por tanto, no del todo real (Bolaños,
2009: 20). Por otra parte, Lévy (1999: 121) defiende la virtualización no como una
pérdida de existencia, sino como desustanciación: “en ningún caso una
desaparición en lo ilusorio”. De este modo, lo virtual se revindica como
espacio creado pero igualmente real: una extensión de la realidad física en la
que tiene lugar, asimismo, una continuidad simbólica entre ambas (Sánchez, 2010: 243).
Por tanto, esta dimensión
virtual de la realidad es susceptible de ser escenario en el que el ciudadano emule,
reemplace o expanda su experiencia física. El ser humano ha creado espacios
digitales que se igualan a los materiales en tanto que puntos de referencia y escenarios
de intersubjetividad, aunque en ellos ya no operen “la organicidad del
cuerpo, la materialidad del espacio y la linealidad del tiempo” (Sibilia,
2006: 65). El reemplazo de la materialidad por la ubicuidad abre, no obstante, posibles
puentes con el otro en situaciones en las que este contacto se encuentra comprometido.
Tal ha sido el caso, durante la pandemia de Covid-19, de dos herramientas de
ocio virtual que desarrollaron un gran éxito, en parte debido a su capacidad
por establecer vivencias compartidas. Se trata del videojuego Animal
Crossing: New Horizons (Nintendo, 2020), y los challenges de la red
social Tik Tok. Dos estrategias multimedia cuya popularidad, en un marco de la socialización
en red, está definida por la interacción con el otro (real o ficticio).
En primer lugar,
abordaremos el videojuego de éxito durante la cuarentena: el Animal
Crossing: New Horizons. Este juego ofrece una interfaz en la que el
jugador, a través de un avatar personalizable, ocupa una isla que debe hacer
suya: un espacio propio que, a la vez, es espacio de reunión virtual (tanto con
los personajes del juego, como con otros jugadores). Diversos autores se han
aproximado al éxito del juego para intentar estudiar sus dinámicas: desde la
customización del paisaje a las conexiones multijugador para estimular las dinámicas
sociales, siempre mediadas por la lógica productiva: cultivo, recolección e intercambio/compraventa
de diferentes ítems (Kalinowski, 2020). Esto traza ciertas semejanzas entre el Animal
Crossing y metaversos precedentes como Second Life o World of
Warcraft, (representaciones gráficas tridimensionales de realidad virtual,
que trataban de emular el mundo conocido, o idear uno de fantasía,
respectivamente). Lo común de estas plataformas es la interacción de usuarios
reales a través de la imagen del avatar, que encarna digitalmente a la persona
tras la pantalla, suponiendo una extensión más de su identidad. Asimismo, el Animal
Crossing sigue la estela de otro videojuego superventas como The Sims, que
incluía dinámicas de juego análogas a las exigidas por la vida cotidiana que
conocemos: necesidades fisiológicas y emocionales que satisfacer, el imperativo
de trabajar para la supervivencia y el consumo, repercutiendo en la felicidad
del personaje; la ineludible socialización con familiares o vecinos... Animal
Crossing alcanzó, en pleno confinamiento, los 5 millones de copias vendidas.
Screenshots de las diversas pantallas de juego eran publicados por sus
usuarios en redes sociales, en los que sus avatares se reunían con amigos o conocidos
en el espacio seguro de la isla. Estas imágenes reemplazaban a las fotografías conjuntas
que hubieran tenido lugar de no haber existido confinamiento. Estas dinámicas
de socialización y participación en el sistema productivo de la isla sustituían
a la actividad social y/o laboral impedida por la inmovilidad del
confinamiento.
Otro caso de posible reflexión
sobre la espacialidad, en tanto que vivencia comunitaria, son los challenges
de Tik Tok. Su popularidad durante la pandemia aceleró el lanzamiento de una
similar función en Instagram (Reels), que aspiraba a competir por dar
cabida a una nueva forma de imagen híbrida, que incorpora elementos textuales,
sonoros y de movimiento. La mecánica de challenge implica una acción
rutinaria (un reto, un juego, una coreografía), que debe ser compartida,
habitualmente acompañada de una canción o música específica. Compartido de
forma masiva, el challenge funciona como rito virtual entre personas físicamente
distantes. Así, del mismo modo que en el mundo material es el tacto lo que
dirige la experimentación del espacio (al manipular objetos, desplazarse o
entrelazarse con el otro a través de la gestualidad culturalmente codificada),
en el challenge es el sentido de la vista (imagen) y el oído (sonido) lo
que prevalece. Ante la imposibilidad o limitación de encuentro físico bajo
la amenaza del contagio, el challenge ofrece la posibilidad de un espacio
virtual, libre de peligro, donde incluso lo cómico, lo festivo, puede tomar el
mando frente a la renuncia del tacto, de la identidad oculta tras la mascarilla.
Paradójicamente, el challenge necesita alimentarse de lo viral-virtual (la
participación masiva en redes) para constituirse frente a lo
viral-corporal que nos amenaza. Así, en replicación masiva de estos challenges
hasta su agotamiento y desaparición (generalmente al ser reemplazados por uno
nuevo) nos reconciliamos con lo virtual como utopía, como sueño: “el sueño,
el sueño de existir, comunicarse y tocarse sin estar” (Sánchez, 2010: 242).
Filósofos como Han (2013)
se han mostrado críticos con el creciente papel que el espacio privado tiene en
las redes, acusando a Internet de desintegrar la esfera pública y ser caldo de
cultivo para la privatización del mundo, en consecuente detrimento de la
conciencia y la crítica ciudadana. Cabe reflexionar, no obstante, si no es esta
puesta en jaque de la intimidad por lo virtual la que ha permitido el encuentro
posible en el devenir de la pandemia, inevitablemente mediado por la tecnología
y su anulación de la distancia.
Bibliografía
BOLAÑOS,
M. (2009) “Reflexiones sobre la espacialidad digital”, Reflexión Académica
en Diseño y Comunicación, pp. 18-20.
FOUCAULT,
M. (2000). “Different spaces”, Aesthetics, Method, and Epistemology,
HAN,
B. C. (2013). La sociedad de la transparencia. Barcelona: Herder.
HEIDEGGER,
M.
(2015). Construir. Habitar. Pensar. Madrid: La Oficina.
KALINOWSKI,
A. M. (2020). “My pockets are full”: The Emotional and Mechanical Function of
Goodbyes in Animal Crossing, The Journal of the Canadian Game Studies
Association, 13(22), 59-71.
LÉVY,
P. (1999). ¿Qué es lo virtual?. Barcelona: Paidós.
LLORCA,
G. y CANO,
L. (2015). “Espacio y tiempo en el siglo XXI: velocidad, instantaneidad y su
repercusión en la comunicación humana”, ComHumanitas: Revista Científica de
Comunicación, 6(1), 219-233
SÁNCHEZ
MARTÍNEZ,
J. A. (2010). “Cuerpo y tecnología. La virtualidad como espacio de acción
contemporánea”, Argumentos (México, D.F.), 23(62),
227-244.
SIBILIA,
P. (2006). El hombre postorgánico: cuerpo, subjetividad y tecnologías
digitales. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica
TURKLE,
S. (1995). La vida en la pantalla. La construcción de la identidad en la era
de Internet. Barcelona: Ediciones Paidós Ibérica.
Esta investigación forma
parte de un proyecto financiado por la Fundación Séneca (Agencia de la Ciencia
y de la Tecnología de la Región de Murcia): 21477/FPI/20. Fundación Séneca. Región de Murcia (Spain).
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