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Durante
la segunda mitad del siglo XX y en lo que llevamos del XXI, los límites entre
cine y el teatro se han tornado borrosos. De hecho, una de las tendencias que
ha caracterizado a los años más recientes, ha sido, sin dudas, la hibridación
de lenguajes. Es frecuente encontrar textos que parecen guiones
cinematográficos, y películas que recuerdan a una representación teatral; no
sólo por las puestas en escenas, sino también, por la manera en que se
construyen las relaciones palabra-imagen, en los diálogos. Bernard-Marie
Koltés, uno de los más relevantes dramaturgos franceses contemporáneos, decía: “Nunca
fui un asiduo espectador de teatro. Pero voy casi todos los días al cine y, en
consecuencia, tengo una escritura un poco ‘cinematográfica’.” (M. Merschemeier,
s/a., citado por Taborda, 2008, p. 284).
Es
notable y reconocida por el mismo Igmar Bergman (1918-2007), la influencia en
sus películas de la obra del escritor teatral sueco Augusto Strindberg
(1849-1912), y en el caso de Tomás Gutiérrez Alea (1928-1996), uno de los más
importantes directores del cine latinoamericano, resulta evidente la
incorporación de los postulados del dramaturgo alemán Bertolt Brecht
(1898-1956) tanto en su poética como en la forma de narrar sus historias. En
“Dialéctica del espectador”, Alea (1982) analiza, por ejemplo, las
implicaciones del reconocido efecto de distanciamiento, proclamado por Brecht,
como una forma de romper la ilusión dramática y propiciar una relación con el
espectador, que le implique a este último, permanecer más activo frente al
proceso de construcción de sentidos del texto:
En
el cine este tan mentado efecto de distanciamiento adquiere modalidades específicas
y aún no plenamente exploradas. Basta pensar en el simple hecho de que la
cámara puede recoger aspectos aislados de la realidad tal como ésta se presenta
cotidianamente ante los ojos de cualquiera. Ese mismo sujeto está tan
familiarizado con la realidad de todos los días que no suele ir más allá de su
apariencia […]. Sin embargo, cuando la ve en la pantalla, formando parte de un
espectáculo, la ve con nuevos ojos, en otro contexto y no puede dejar de
descubrir en ella nuevas significaciones. (p. 24).
Podríamos
citar múltiples ejemplos que denotan las prestaciones de teorías, formas
narrativas, principios de composición, etc., que se han dado entre uno y otro
lenguaje. Sin embargo, nuestro análisis se centrará en uno de los elementos
constitutivos de ambos, y que ha sido bastante incomprendido o poco estudiado:
el diálogo. Como decíamos al comienzo, algunos profesionales de los medios
audiovisuales, dicen con frecuencia que existe una gran diferencia entre cine y
teatro, y arguyen además que el cine es el medio del director, mientras que el
teatro lo es del dramaturgo. Semejante afirmación se encuentra relacionada con
el hecho de que se suele pensar que, en una obra dramática, el componente
narrativo fundamental son los intercambios de parlamentos entre los personajes;
mientras, en una película, este lugar lo ocupa la imagen. Tan es así, que, en
las escuelas de cine, por ejemplo, cuando los estudiantes hacen sus primeros
cortometrajes, se les prohíbe que usen diálogos. La excusa para ello es: ante
todo, deben aprender a narrar mediante imágenes, porque esto es lo característico
del lenguaje cinematográfico. El diálogo se toca en semestres más avanzados de
guion (si los hubiera, pues algunas escuelas apenas dictan uno o dos cursos de
la materia), y muy someramente. A veces, se le otorga injustamente un status
literario que lo convierte en algo que “no se aprende”, sino que depende en
gran medida del talento que para la poesía y la escritura en general posea el
guionista. En los principales textos consagrados al estudio del guion, aquellos
que sí o sí, conocen la mayoría de los estudiantes y profesionales del cine,
las páginas dedicadas a la comprensión de la naturaleza y la técnica de
escritura del diálogo, usualmente son pocas o ni siquiera existen, lo cual
denota una comprensión vaga y desacertada de lo que realmente significa la
palabra hablada en una obra cinematográfica. Este es un punto en el que, una
vez más, el cine y el teatro, como lenguajes, se cruzan, se complementan y
retroalimentan, como analizaremos a continuación.
Volvamos
a Koltés, quien afirmaba que sus textos teatrales tenían una escritura “un poco
cinematográfica.” ¿A qué se refiere el autor cuando plantea esto? ¿Es que acaso
un texto como “Roberto Zucco”, está estructurado como guion cinematográfico? En
modo alguno, sin embargo, para comprender lo que abordaremos más adelante,
empecemos por analizar un aparte de la obra.
“Zucco”
cuenta la historia de un asesino. Está inspirada en hechos reales. En la escena
IV, titulada “La melancolía del inspector”, un agente de policía dialoga con la
dueña de un prostíbulo y le cuenta acerca de cierta depresión que le causa su
trabajo. Luego, se va. Acto seguido, entra una prostituta alterada, y dice lo
siguiente:
LA
PUTA: Señora, señora, fuerzas diabólicas acaban de pasar por el Pequeño
Chicago. Todo el barrio está trastornado, las putas ya no trabajan, los
rufianes están con la boca abierta, los clientes han huido, todo se ha
detenido, todo está petrificado. Señora, usted alojó al demonio en su casa. Ese
muchacho que llegó hace poco, que ni abre la boca, que no responde z las
preguntas de las acompañantes, a tal punto que se preguntan si tiene voz o
sexo; ese muchacho, no obstante, de mirada tan dulce; ese bello muchacho, y se
ha hablado mucho de eso entre las acompañantes, he aquí que sale detrás del
inspector. Nosotras, las acompañantes, lo observamos bien, reímos, hacemos
conjeturas. Camina detrás del inspector, que parece sumido en una profunda
meditación; camina detrás como su sombra; y la sombra se retrae, como al mediodía,
está cada vez más cerca de la espalda encorvada del inspector y, de repente,
saca un largo puñal de su bolsillo y lo clava en la espalda del pobre hombre.
El inspector se detiene. No se da vuelta. Balancea suavemente la cabeza, como
si la reflexión profunda en la cual estaba sumergido acabara de encontrar
solución. Después todo su cuerpo se tambalea y se desploma sobre el piso. (…) (Koltés, 2008, p. 239-240).
Con
solo leer el texto, a la mente de la persona llegan una por una las imágenes
que describe la prostituta. Koltés coloca pocas acotaciones en el texto y lo
que “vemos”, está convocado, mayormente, por medio de las palabras. El
mecanismo que permite dicha visualización-experimentación de la imagen, en este
caso, en la mente del lector; está relacionado con un descubrimiento bien
interesante que se desarrolló en el campo de las neurociencias hacia los años
noventa del pasado siglo: las neuronas espejo. Se trata de unas células
encargadas de hacernos “imitar” o “simular” en nuestro cerebro los estados de
los demás, para poder, de esta manera, acceder a sus mentes y comprenderlos. Semejante
hallazgo ha tenido grandes implicaciones en la comprensión neurocientífica de
fenómenos como la mímesis, la identificación y la empatía en el arte y la
literatura, y representa actualmente uno de esos campos de estudio en los
cuales la ciencia y el arte consiguen un matrimonio feliz. Marco Iacoboni, uno
de los pioneros de la investigación, señala que dichas neuronas se activan, no
solo al ver a alguien haciendo una acción, o mientras escuchamos los sonidos
correspondientes a la misma, sino, incluso, cuando las palabras describen esa
acción.[1] Tal es el caso, en la vida
cotidiana, de si alguien nos cuenta una anécdota sobre algo que le acabó de
pasar y que lo emocionó bastante. Al tiempo que la persona describe el hecho,
nos ponemos en su lugar y experimentamos en nuestra mente, y también, un poco,
en nuestro cuerpo, lo que el individuo está expresando. Claro que, en estos
casos, también intervienen otros elementos que permitan hacer más viva,
palpable, la imagen; como son, los tonos y las entonaciones de la voz, las expresiones
del rostro y los movimientos de las manos, sin embargo, estos no constituyen el
foco de la presente reflexión.
Por
ahora, nos interesa resaltar que, tanto el parlamento redactado por Koltés,
como muchos de Shakespeare y otros autores, están escritos, podríamos afirmar,
desde una palabra que nombra la imagen. El dramaturgo francés lo hace por su reconocida
influencia cinematográfica. En el caso de Shakespeare, semejante forma de
escribir tenía que ver con las limitaciones especiales y escenográficas de la
representación teatral. Muchas veces, en las obras se hacía alusión a hechos y
situaciones que las convenciones y recursos de la época, no permitían “poner en
escena”; es por ello, que la palabra debía definirlas de manera muy precisa,
para que el espectador las sintiera y las viera. Entonces, la idea de una
palabra que nombra, convoca, dibuja la imagen, ya ha sido explorada por muchos
autores teatrales. En particular, durante la segunda mitad del siglo XX, las
relaciones palabra-imagen se volvieron una indagación recurrente por parte de
la dramaturgia, y nos legaron varios principios claves que permiten hoy entender,
dimensionar el verdadero estatus del diálogo en el cine.
Referencias:
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Taborda, Marta y Dubatti, Jorge. (2008). Teatro.
Bernard-Marie Koltés. Buenos Aires: Colihue S.R.L.
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